POR: LUCIANA COLUSI
Me resulta difícil recordar en qué momento de la infancia llegó a mi vida alguna imagen de la famosa secuencia que comienza con un mono que se yergue lenta y gradualmente hasta alcanzar la figura humana. Seguramente fue a través de un libro de historia, de un manual Kapeluz o de la revista Anteojito… Todavía faltaban unos cuantos años para que la información pudiera buscarse en internet. Y aunque no puedo precisar mi edad, guardo en la memoria esta imagen como parte de lo que percibía como “entendimiento” del mundo. Entendimiento que, una vez adquirido, me producía una mezcla de fascinación y desconfianza pues resultaba simple, lógico y hasta divertido.
Más tarde, como estudiante de biología, acepté la Teoría de la Evolución de Darwin – me apena reconocerlo – sin hacerme demasiadas preguntas. Formaba parte del acervo de conocimientos que se adquirían a priori en el mundo de las ciencias. Durante los seis años que pasé en la facultad, mi descontento fue cada vez mayor pero este descontento no se traducía en afán de búsqueda sino en fatiga y molestia. Me gradué como Licenciada en Biología con orientación en ecología y en el mismo instante que rendí mi último final me autoexilié de la ciencias naturales.
“Me resulta difícil recordar en qué momento de la infancia llegó a mi vida alguna imagen de la famosa secuencia que comienza con un mono que se yergue lenta y gradualmente hasta alcanzar la figura humana.”
Varios años después, me encontraba cursando el Ciclo Introductorio del Seminario Pedagógico Waldorf y llegaron a mis manos dos libros de Rudolf Steiner: Teosofía y Teoría del conocimiento. El contacto con su contenido despertó en mí un profundo respeto por la naturaleza, el hombre y nuestra capacidad de pensar el mundo. Podría decir que se produjo el renacimiento de la naturalista que siempre llevé dentro.
La pregunta sobre nuestro origen como hombres y el origen de la vida en general cobra una dimensión profundamente espiritual en el marco de la Antroposofía, que también contempla todos los procesos y transformaciones que involucran al cuerpo hasta alcanzar las formas que hoy conocemos. Precisamente fue la gran diversidad de formas en la que la vida se manifiesta lo que cautivó el interés y la atención del joven Charles Darwin (1809-1882) cuando a bordo del Beagle, con tan sólo 22 años, navegaba de continente en continente, recolectando especímenes y fósiles. Durante los cinco años que duró su viaje (1831-1836), nunca dejó de enviar muestras a Inglaterra de todo aquello que recogía. Los fósiles le dieron una imagen de cómo se había ido formando el paisaje a lo largo de los tiempos geológicos; las plantas y animales de los diferentes ambientes le revelaron cuán exquisitamente adaptadas están las especies a las condiciones en las que viven.
“La pregunta sobre nuestro origen como hombres y el origen de la vida en general cobra una dimensión profundamente espiritual en el marco de la Antroposofía.”
Su interés por el mundo era vivo y dinámico; su capacidad de observar y coleccionar, excelente. Tenía un ojo especial para captar diferencias que otros hubieran dejado pasar fácilmente: veía la naturaleza caracterizada por sus variaciones, flujos y cambios, e, inmerso en ella, comenzó a formarse una idea de la cualidad transformadora de la vida en la tierra.
El viaje culminó y, luego de vivir unos ajetreados años en la ciudad de Londres, se retiró a vivir al campo, donde continuó estudiando las numerosas muestras que él mismo había recogido alrededor del mundo. Dejó de observar in situ, y comenzó a leer mucho.
Fue creciendo en él paulatinamente el afán de encontrar una explicación con respecto a cómo los organismos evolucionan. ¿Qué significaba para él la búsqueda de una explicación? Significaba la búsqueda de una teoría general, un mecanismo causal, que rebelase cómo las especies se transforman y resultan tan bien adaptadas a sus ambientes. De alguna manera, fue obligado por la urgencia de la época a encontrar una teoría general, fundamental y lógica; búsqueda característica de la ciencia moderna, que culmina en el deseo de encontrar “la” teoría de cada cosa.
En la formulación de esta teoría, Darwin se encontró fuertemente influenciado por la lectura de Primer ensayo sobre la población (1798) de Thomas Robert Malthus (1766-1834), y así lo expresó claramente en el Capítulo III (Lucha por la existencia) de su libro El origen de las especies (1859): “Esta es la doctrina de Malthus, aplicada con doble motivo al conjunto de los reinos animal y vegetal (…)”. Malthus sostenía que la población humana tenía una tendencia a crecer mucho mayor que la capacidad de la tierra de producir suficiente alimento para la subsistencia de todos. De manera que las guerras, las enfermedades, las hambrunas y los desastres naturales serían los factores de control que permitirían la supervivencia de la humanidad. Así fue como la teoría de un economista, originalmente formulada para explicar el desarrollo de la población humana, se generalizó y trascendió más allá de los límites de donde fue concebida.
Es importante mencionar que el punto de partida de Darwin para la formulación de su teoría fueron tres fenómenos que había observado cuidadosamente en la naturaleza: 1- las variaciones, 2- la supervivencia, 3- la adaptación al ambiente. Pero luego, alejado de ella, unía en pensamiento y en ideas lo observado y lo colocaba en un contexto diferente. Basándose en el ensayo de Malthus, concebía la teoría de la selección natural: dado que no todos los descendientes son capaces de sobrevivir, sólo aquellos mejor adaptados lo harán y los otros perecerán. De lo cual se desprende que cualquier leve variación, por pequeña que sea, si es útil, tenderá a preservarse. En otras palabras podemos decir que el mundo en el que había vivido durante los años en el Beagle había desaparecido, así lo deja expresado en su autobiografía:
“En mi libro de viaje escribí que estando de pie en medio de la majestuosidad de una selva brasilera, “no es posible dar una idea suficientemente adecuada de los elevados sentimientos de sorpresa, asombro y veneración que llenan y elevan la mente”. Recuerdo con exactitud mi certeza de que hay más en el hombre que el mero aliento de su cuerpo. Pero ahora las escenas más grandiosas no harían que tales convicciones y sentimientos se elevaran en mi mente. Puede decirse realmente que soy como un hombre que se ha vuelto ciego a los colores, y la creencia universal de los hombres por la existencia de la rojez, hace a mi actual pérdida de percepción, de no menos valor como evidencia.”
Ese mundo había sido reemplazado por otro de contornos más definidos y rígidos en el que las preguntas se dirigían a explicaciones mecánicas causales: ¿Cómo contribuye esta dada característica a la supervivencia de la especie? ¿Para qué sirve determinado órgano? La mayoría de nosotros hemos sido educados en estos términos, buscando causas para entender consecuencias, preguntándonos el por qué, el para qué y el cómo de las cosas. Tratando de encontrar rápidamente el concepto abstracto general, alejándonos de la observación en sí misma. Sin embargo hay otros caminos posibles de imaginar y transitar.
Mientras J.W. Goethe (1749-1832) estudiaba huesos, plantas y animales, otras preguntas vivían en él: ¿de dónde surge un órgano?, ¿cómo se desarrolla determinado órgano? Para Goethe, no hay prisa por arribar a conceptos generales, debemos permanecer en la observación, preguntarnos cómo podemos encontrar las conexiones entre las distintas partes dentro de una situación dada. Lo expresa del siguiente modo:
“Mucho más difícil es asumir la tarea de quien, movido por un vivo impulso hacia el conocimiento, trata de observar los objetos de la naturaleza en sí mismos y en sus relaciones recíprocas. Pues pronto echa de menos el estándar que le servía cuando, como hombre, observaba las cosas en referencia a sí mismo. Nos falta la medida del placer y del displacer, de la atracción y del rechazo, de lo útil y de lo perjudicial; hay que renunciar a esta medida por completo, y hay que buscar e indagar, como seres casi divinos, lo que es y no lo que da placer. Así, el verdadero botánico no debe dejarse conmover ni por la belleza ni por la utilidad de las plantas, sino que debe investigar su formación y sus relaciones con el resto del reino vegetal; y así como el sol hace brotar todas las plantas y las ilumina, así él debe considerarlas y verlas a todas con la misma mirada serena, y extraer la medida de este conocimiento y los datos para sus juicios, no de sí mismo, sino del círculo de las cosas que observa. La historia de la ciencia nos enseña lo difícil que es esta renuncia.”
En su viaje por Italia Goethe también resultó ampliamente impresionado por la gran variedad de formas que presentaban las plantas, por sus variaciones y adaptaciones a las diferentes latitudes. Observó con detenimiento cada detalle y no pasó por alto las diferencias, aunque no se quedó detenido allí, sino que llegó a considerar las plantas como organismos dinámicos en procesos de transformación. Su mirada escapa de la mecánica causal o del reduccionismo práctico, pues él ve que el progreso de la ciencia depende más del desarrollo de nuestras capacidades interiores y de nuestra sensibilidad que del desarrollo de instrumentos refinados y grandes teorías generales.
“Su mirada escapa de la mecánica causal o del reduccionismo práctico, pues él ve que el progreso de la ciencia depende más del desarrollo de nuestras capacidades interiores y de nuestra sensibilidad que del desarrollo de instrumentos refinados y grandes teorías generales.”
¿Podríamos entonces mirar la evolución desde una perspectiva dinámica, o dicho de otra manera, desde una perspectiva en la cual los eventos no se sucedieran en una relación causal? De la teoría de la evolución de Darwin se desprende la idea del antecesor común que emerge de la búsqueda de la relación de parentesco entre especies, y se configura como la base de la ciencia que se dedica a la clasificación u ordenación en grupos de los seres vivos (taxonomía) Por lo tanto, se tiende a derivar siempre de una sola forma original las diferentes variaciones, buscando un punto de partida seguro. Pero las variaciones que encontramos en la naturaleza parecen desplegarse sin límites definidos.
En tal sentido, Rudolf Steiner (1862-1925) afirma que la aparición sucesiva nos mostraría, como mucho, cuáles fueron los factores activos (condiciones) que hicieron que una especie se desarrollara cronológicamente antes que otra. Y agrega que lo que sucede primero en el tiempo no es necesariamente lo primordial. De manera que la especialización (la aparición de nuevas especies) procedería de la acción que ejerce el mundo exterior pero la forma especializada misma deberíamos derivarla de un principio interior, principio que es imagen general del organismo y que acogería en sí mismo todas sus formas particulares. Steiner nos lleva a otra concepción de la evolución, donde ya no es posible ordenar la aparición sucesiva de todas las especies en una línea temporal. Pues, lo que la forma particular manifiesta está en relación con un principio interior e independiente del ambiente.
Un aspecto esencial al referirnos (¿Una actitud pertinente para referir?) a la teoría de la evolución de Darwin es no confrontarla con otras apreciaciones del tema como si se tratara de conjuntos excluyentes. La teoría de Darwin, hoy transformada en Neodarwinismo, sienta sus bases en la biología molecular, que dista muchísimo de la anatomía comparada pero sorprendentemente mantiene el mismo afán “explicativo” de aquella época. La teoría de la evolución de Darwin es el resultado de su labor como gran coleccionista, atento observador y entusiasta naturalista en relación al contexto de la época y su propia biografía. Cuando la comprendemos desde la relación de estas partes, algo cambia. Deja de resultarnos importante si tenía o no razón. Podemos apreciar sus aciertos. Podemos entrar en el proceso, en el flujo de sus ideas. La evolución es el fenómeno en sí mismo. Es un fenómeno complejo, difícil de observar, pero no debemos confundirlo con la teoría – o las teorías – que lo explican. Especialmente porque una teoría siempre es una noción humana limitada que no puede hacerle justicia a la compleja naturaleza del mundo. Una teoría general es esencialmente algo a superar, en la medida que el conocimiento y la ciencia evolucionan.
Tenemos la posibilidad de transformar nuestra mirada y hacer vivo nuestro conocimiento, algo que resulta mucho más sencillo expresar en palabras que poner en acción. Tenemos un potencial infinito para adaptar nuestra sensibilidad y nuestro juicio a nuevas maneras de adquirir conocimiento y de relacionarnos con el mundo que nos rodea. Sólo es cuestión de intentarlo, sin buscar resultados, trabajando para superar los viejos hábitos adquiridos a lo largo de muchos años. Mantenernos allí, en y con el fenómeno. Es una práctica, es posible.
Sobre la autora
Luciana Colusi es licenciada en Ciencias Naturales (UBA) y Formadora Waldorf. Tutora de 10mo año de Secundaria en la Escuela Arcángel Gabriel Ingeniero Maschwitz, Buenos Aires. Profesora en Seminarios de Pedagogía Waldorf, entre los que se encuentra el Profesorado Waldorf Perito Moreno (Argentina). Formación: Fellowship Program, The Nature Institute, New York, USA: Desarrollo de un proyecto independiente según los principios de la fenomenología; Entrenamiento en Goetheanismo: Un camino para ver la Naturaleza Entera, Sagres, Florianópolis, Brasil; Programa Germinar Argentina, Desarrollo de Líderes Facilitadores; Seminario Pedagógico Waldorf, Ingeniero Maschwitz, Buenos Aires, Argentina; Licenciatura en Ciencias Biológicas Universidad de Ciencias exactas y Naturales, Buenos Aires, Argentina. lucianacolusi@icloud.com
Las opiniones expresadas son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan necesariamente el punto de vista de Revista Numinous.